El día que conoció la sangre era un día claro de mayo.
A escasos diez centímetros de ella, sin aviso alguno, hizo estruendosa aparición la violencia.
Volteó para buscarla, y en ese momento supo que primero debía entender el porqué del miedo.
Una masa informe y sanguinolenta era el ojo de su compañera.
A ella, un ente furioso la jalaba y azotaba desde afuera contra la verja.
Una bestia.
Y la bestia gruñía y atacaba. La arañaba y mordía. No soltaba.
Sangre.
La otra, guiñapo, se defendía, manoteaba, gritaba.
La primera se tocó la cabeza. Tener el pelo corto la había salvado.
El perro había jalado a su compañera de juegos de la trenza, sentadas las dos lado a lado, contra la reja de la escuela.
Y el perro seguía con sus gruñidos y arañazos, y mordía en la espalda a la niña, en los hombros, en las manos.
La cara de la niña era una amasijo de gritos, sangre y espanto.
Entonces entendió que ella ahí no estaba.
Le espantó su impotencia. (Todo era tan rápido)
Se espantó de espanto.
Se avergonzó de no tener valor para meter las manos.
Un ruido más fuerte la distrajo apenas.
Un golpe sordo, nunca antes oído, antecedió al silencio.
Cayó la bestia.
Olió raro.
Un hombre alto (todo hombre era alto a sus cuatro años), de botas altas, en uniforme y con casco, corrió desde la calle hacia ellas. Más allá una motocicleta.
En su mano -con el tiempo lo supo-, un arma, que al disparar él por segunda vez, ahora sobre la cabeza del perro, reprodujo el ruido sordo e hizo que ella diera rienda suelta al miedo.
Ahora manaba a borbotones sangre de la bestia y lágrimas de su rostro.
Gente, todos llegaron, alguien la abrazó.
Se determinó: el perro tenía rabia.
Era médica cirujana cardiovascular y tenia un ejército de pacientes. Siempre tuvo temple para la sangre. Decía que le gustaban los militares. En realidad lo que le gustaban eran las botas, las motos, los uniformes. Siempre le avergonzó no tener valor para enrolarse como agente de tránsito.
Escrito por octagono a las 11 de Marzo 2004 a las 05:40 PM | TrackBack